VII. LOS MENSAJES Y LA AUTORIDAD ECLESIASTICA

Ya he os considerado la actitud de la autoridad eclesiástica de Sevilla, con jurisdicción sobre los acontecimientos de El Palmar de Troya. Creemos necesario tratar ahora el delicado tema del epígrafe, pero no limitado al caso particular de Sevilla, sino con alcance general, extensivo a todas las apariciones y mensajes celestes y a todas las autoridades eclesiásticas.
Y conceptuamos que ha llegado el momento de hacerlo ahora, después de haber examinado la relación evidente de los mensajes con la revelación pública y con la revelación privada, y de haber admirado la enorme amplitud del panorama histórico, profético y escatológico en que debe situarse la red de mensajes marianos con que el Cielo está envolviendo a la tierra en estos últimos tiempos.
Decimos, pues, en primer lugar, que el juicio definitivo sobre la autenticidad de apariciones y mensajes compete exclusivamente a la Iglesia Católica, por el órgano del Magisterio Eclesiástico. No les compete, pues, a los particulares, el juicio definitivo. Y agregamos, que este juicio eclesiástico se elabora en doble instancia: la diocesana y la pontificia.
Es función del Obispo del lugar examinar los hechos con diligencia, recurriendo al asesoramiento de peritos, cuando corresponda, y efectuar las indagaciones necesarias para llegar al esclarecimiento de la verdad, tomando al mismo tiempo las medidas prácticas conducentes a la defensa de la fe y de la moral e informando a la Santa Sede a los efectos de la resolución definitiva.
La historia nos demuestra que, a través de los siglos, la Iglesia nunca se ha mostrado dispuesta a aceptar con facilidad apariciones ni mensajes celestes y ello por justas razones de prudencia, para no alentar aventuras visionarias y supersticiosas.
Pero tan vituperable es la excesiva ligereza en admitir apariciones (exceso en que la Iglesia no ha incurrido nunca) como también lo es la excesiva ligereza para aceptar opiniones o intereses hostiles a las mismas, como ocurrió, evidentemente, en el caso de Santa Juana de Arco. El trágico error del Obispo de Beauvais, Monseñor Pierre Cauchon, fue rectificado por el Sumo Pontífice, que anuló el proceso diocesano.
A la Autoridad Eclesiástica corresponde no extinguir el Espíritu ni despreciar las profecías, sino probarlo todo y quedarse con lo bueno. (Pablo, 1ª Tesal. 5, 19).
Esto significa que el Obispo del lugar debe recoger las pruebas de los hechos, escuchar a los testigos y a los videntes, estudiar las constancias documentales, y después dictar su pronunciamiento, con una imparcialidad equidistante de la credulidad ingenua y de la oposición sistemática.
Domenico Grasso, S. I., docente de teología pastoral en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, en la monografía titulada: “Il Fatto Carismatico” (ver “Segno dei Tempi”, ed. Magalini, Brescia, obra publicada en 1973, página 19), nos dice: “Creemos, por lo tanto, que el hecho carismático hodierno... debe ser considerado por la Autoridad Eclesiástica con una cierta apertura, casi diremos, con una cierta simpatía, no para aceptar todo lo que se presenta como carismático, sino para prestarle atención y examinarlo sin prevenciones”.
No es ésta, ciertamente, la actitud que hemos visto en Sevilla, ni en Santander, ni en Piacenza, ni en Albenga, respecto de las apariciones de El Palmar, Garabandal, San Damiano y Balestrino; ni es tampoco la que adoptó el Obispo de Grenoble, Monseñor Fava, con respecto a las apariciones de La Salette; ni tampoco la que originariamente tuvo en el caso de Fátima su Eminencia el Cardenal Méndez Belo, Patriarca de Lisboa, quien llegó a amenazar con excomulgar a cualquier sacerdote que hablara en favor de las apariciones (ver “Nuestra Señora de Fátima”, por William Thomas Walsh, pág. 220, Editorial Espasa Calpe, Madrid, 1953).
Pese a la oposición inicial de las respectivas autoridades eclesiásticas locales, la Iglesia reconoció, en definitiva, como auténticas, las apariciones de La Salette y de Fátima. Pero hay que notar que tal reconocimiento no fue de ningún modo constitutivo, sino solamente declarativo de la autenticidad. Ello significa que las apariciones no son verdaderas porque la Iglesia las aprobó, sino que la Iglesia las aprobó porque eran verdaderas antes -claro está- de la aprobación.
Siempre ha transcurrido, transcurre y transcurrirá algún tiempo más o menos largo entre la aparición y la aprobación de la Iglesia. Y esto plantea un legítimo interrogante concreto: ¿Podemos, los católicos, durante ese intervalo, creer en la realidad de la aparición, si hay razones que la hacen evidente y aún solamente probable, o nos está vedado todo juicio mientras la Iglesia no pronuncie el suyo?
El católico puede creer porque, precisamente, la resolución definitiva de la Iglesia no será constitutiva, sino sólo declarativa de la autenticidad, en su caso. Antes bien: el juicio favorable de la Iglesia se basa también en el “sensus fidelium”, y esto sería imposible si los fieles no tuviéramos libertad para indagar hechos, averiguar la verdad y emitir juicio aun antes del pronunciamiento de la Santa Sede.
La ejemplar y sobrehumana energía de los pastorcitos de Fátima en defensa de las apariciones a ellos confiadas, encendió, ciertamente la fe de las muchedumbres y así contribuyó a formar el “sensus fidelium” que la Iglesia tuvo muy en cuenta para otorgar su aprobación definitiva.
Si el Espíritu no es recibido con fe, se extingue y esta extinción es la que San Pablo, precisamente, reprueba. (Pablo, 1ª Tesal. 5, 19.)
Para el vidente y para quienes han recibido evidencias de la autenticidad de una aparición, el inalienable derecho de creer en ella, se transforma en deber, mientras el Pastor Supremo de la Iglesia Católica no declare inauténtica la aparición. Esto es muy claro y fácil, pues quien está cierto de que Dios ha hablado, tiene la obligación de obedecerle.
Aquí no hay individualismo, ni sujetivismo, ni protestantismo, ni libre examen, ni herejía alguna. Aquí hay un claro y expreso sometimiento del juicio personal -meramente provisional- al juicio definitivo de la Iglesia. El libre examen protestante, en cambio, constituye un alzamiento contra el Magisterio de la Iglesia.
Este indiscutible principio de que se debe obedecer a Dios sin desacatar al Magisterio es el que Difusora Mariana invoca para publicar la presente obra, ejerciendo así el derecho de cumplir con su deber de informar, defender y difundir los mensajes aunque todavía la Iglesia no ha pronunciado su juicio aprobatorio de una manera expresa por sentencia definitiva que compete a la Santa Sede.
Y este derecho-deber ha quedado confirmado en forma muy singular y significativa por un hecho sorprendente: acabamos de conocer una carta recibida de El Palmar de Troya por el Padre Silvio Venturini y en la cual se transcribe un mensaje privado que la Santísima Virgen dictó el 13 de Mayo de 1972. (Es sugestivo que esta petición la haya hecho María Santísima en el 55º aniversario de su primera aparición en Fátima.)
El mensaje dice así: “Segunda Petición: Deseo que se extienda por Argentina mi imagen con el título: 'Nuestra Madre Celestial la Divina Pastora, aparecida en El Palmar, España'.
“Y que se propague el culto a la Santa Faz de Jesús. Por estas condiciones Argentina entrará entre las Naciones privilegiadas.
“Y como corona de la obra, editar un libro de las apariciones de El Palmar de Troya.”
Con emotiva sorpresa comprobamos, pues, que esta edición, ya próxima a salir, ha sido prevista y pedida en forma expresa por la Santísima Virgen como una de las condiciones requeridas para que Argentina pueda entrar en el grupo de las naciones privilegiadas por la protección materna de Maria.
Y, ciertamente, la forma expedita en que vienen solucionándose las dificultades propias de la publicación y propias de estos tiempos tan azarosos e inseguros, nos confirma que Ella es la que gobierna el timón y lleva adelante la tarea, de modo que el libro pronto verá la luz, con toda legitimidad, conforme al indiscutible derecho-deber de obedecer a Dios, sin desacatar al Magisterio de la Iglesia.
La aplicación práctica de este principio, tan claro y fácil en su formulación teórica, puede llegar a ser tremendamente conflictiva, pero no podemos levantar tronos a los principios y cadalsos a las consecuencias.
Y una consecuencia muy comprometedora, pero ineludible es, por ejemplo, la siguiente: mientras el Santo Padre Pablo VI o su legítimo sucesor no desautorice las apariciones de El Palmar de Troya, quienes tenemos el deber de creer en ellas no podemos obedecer a ninguna autoridad, por alta que sea, que nos mande comulgar en la mano, cosa que los mensajes, taxativamente, prohíben.
Recordemos que los Obispos no son infalibles y los Episcopados tampoco; que “el humo de Satanás se ha introducido dentro de la Iglesia” y que “muchos están empeñados en demoler la Iglesia desde dentro”, como lo ha expresado, con gran valentía, el Santo Padre Pablo VI. No se debe prestar obediencia ciega, y en cambio se debe examinar si la autoridad que manda está en comunión con el Papa Pablo VI y con la Tradición, norma de garantía de la única Iglesia verdadera. No se pueden obedecer órdenes que repugnan a la Tradición, al Magisterio Pontificio invariable a través de veinte siglos, y a los avisos dados por el Cielo en manifestaciones dignas de crédito y no desautorizadas por el Papa, minuciosamente informado de ellas. Y recordemos también que en la votación previa sobre comunión en la mano, ni siquiera hubo mayoría del episcopado mundial.
Hay que salir al encuentro de los errores que propagan no pocos sacerdotes con argumentos falsamente construidos sobre el ejemplo concreto de San Tarcisio. Es evidente que se trata de un caso de excepción, que no puede convertirse en norma. Al contrario: la excepción confirma la regla porque ella se justifica únicamente en caso de extrema necesidad. La Iglesia es un organismo viviente que crece y se perfecciona, como la semilla crece y se transforma en árbol. No podencas ahora regresar a prácticas de los tiempos primitivos como la comunión recibida en el ágape o cena que San Pablo reprendió por los abusos a que dio lugar. El ayuno eucarístico se impuso como una práctica de mayor preparación espiritual y mayor respeto al Cuerpo del Señor. Con el argumento basado en el caso excepcional de San Tarcisio esos mismos sacerdotes podrían, en cualquier momento, sostener seriamente que de ahora en adelante las Formas Consagradas deben guardarse en polveras.
Sí; el lector ha leído bien: "en polveras", es decir, los adminículos que las mujeres usan para llevar polvos, con los cuales procuran mejorar su aspecto físico. Me explico: en Garabandal como en Palmar de Troya, San Damiano, México, Nueva York y tantos otros lugares actuales de apariciones, la Santísima Virgen ha besado objetos religiosos o relacionados con lo sagrado. En una ocasión, entre otros objetos, la vidente le presentó una polvera. Todos los presentes pensaron que la Virgen la rechazaría, pero can admiración de todos, la vidente les aseguró que la Virgen la había besado.
La razón se supo en seguida y maravilló a todos. Entregada la polvera a su propietaria, ella, conmovida, reveló que, durante la cruzada española contra el comunismo (1936-1939), la polvera había servido para ocultar, a los ojos de los marxistas, las Formas Consagradas que se llenaban a las cárceles "del pueblo", donde los heroicos defensores de la fe cristiana y de la civilización, esperaban su turno para morir al grito de ¡Viva Cristo Rey!
Pero ese antecedente excepcional, de ningún modo autoriza a generalizar como norma lo que sólo se justifica por razón de fuerza mayor, ya que usar lo profano para usos sagrados, sin previa consagración, es una profanación.
Las manos no consagradas no pueden tocar el Cuerpo de Cristo. El lo ha prohibido enérgica y enfáticamente en El Palmar de Troya. No se pueden obedecer órdenes que manden lo contrario, si se cree, razonablemente, en la realidad de la prohibición.
Esta consecuencia y otras igualmente terminantes y "comprometidas" abundan en los mensajes de El Palmar que estamos presentando al lector. Debe terminar, pues, la obediencia ciega a órdenes que contradigan al Papa Pablo VI, al Magisterio y a la Tradición. Y los mensajes advierten que esta norma tendrá muy rigurosa y particular aplicación cuando, después de Pablo VI, se instale en el trono pontificio un antipapa.
Juzgue el lector las gigantescas dimensiones que en este dramático aspecto cobran los mensajes que tiene en las manos.
Es doctrina para estos tiempos apocalípticos, pero hunde sus raíces en la conocida y clásica doctrina de nuestros mayores que fundamenta toda autoridad, sea civil o eclesiástica. Toda autoridad viene de Dios, y por lo tanto, si se la ejerce contra Dios, caduca en el mismo instante y en la misma medida de su extralimitación, porque no se deben obedecer órdenes impías.
Es también una conclusión de simple sentido común.



Orden de los Carmelitas de la Santa Faz en compañía de Jesús, María y José